lunes, 25 de junio de 2007

El triunfo en el Gólgota...

Ministerio Evangelistico Shekinah
¡Ahora veras si mi palabra se cumple o no! (Números 11:23)



Martin Lutero dijo:«Theologia crucis—theologia lucis» La teología de la cruz es la teología de la luz. Para el cristiano, la cruz encierra un doble significado: por una parte, es la base de su justificación, por la que se arregla su vida pasada frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación, por la que se gobierna su vida según la voluntad de Dios.

«Theologia crucis—theologia lucis» (La teología de la cruz es la teología de la luz. Martín Lutero)

El odio de los fariseos llevó a Cristo a la cruz, siendo su ejecución el crimen judicial más infame de la historia del mundo. Se ha calificado el hecho como «el asesinato más cobarde de un embajador que jamás se haya visto, y el ultraje más vil que rebeldes jamás hayan perpretado contra el benefactor de su patria». Pero detrás del crimen máximo de todos los tiempos se halla la obra de Dios, quien cumple por medios tan extraños el plan eterno.

Dios ha convertido este acto de alevosa y diábolica rebelión contra su persona en el medio para la expiación de los pecados y la salvación de los mismos rebeldes. Al golpe insultante que asestaron a su rostro santo, respondió con el beso de amor y de reconciliación. Nosotros llegamos al límite de toda maldad por nuestra rebelión contra Él, mas Él escogió aquella misma hora para la manifestación más sublime de toda gracia y bondad para con nosotros. Así es que el hecho vergonzoso de la cruz, en cumplimiento del plan de redención, llegó a ser el eje de la historia humana, y no sólo eso, sino de toda la suprahistoria universal.

El momento en el calendario humano sería, con toda probabilidad, según los más recientes cálculos de los eruditos, el día 7 de abril del año 30 d.C., pero como «hecho eterno» la cruz es el fundamento de todo el victorioso proceso de la redención.


EL SIGNFICADO DE LA CRUZ PARA DIOS

La cruz es el hecho más trascendental de la historia de la salvación: mayor aun que el de la resurrección, bien que los dos son inseparables. Se puede decir que la cruz es la victoria, mientras que la resurrección es el triunfo, siendo más importante aquella que éste, bien que el triunfo es la consumación natural e inevitable de la victoria. En la resurrección, pues, se manifestó públicamente la victoria del Crucificado, aunque la victoria en sí había sido ganada cuando el vencedor exclamó: «¡Consumado es!» (Jn. 19:30).


La cruz es la evidencia suprema del Amor de Dios

En la cruz el Señor de toda vida entregó a la muerte a su amado, a su unigénito Hijo, al Mediador y Heredero de la creación (Col. 1:16; He. 1:2, 3). El Cristo que murió en la cruz era el Señor de todo, en honor de quien los astros siguen su curso por el espacio, y al otro extremo de la creación, en cuya honra los insectos revolotean en un rayo de sol (He. 2:10). Verdaderamente, en este gran acontecimiento, «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Ro. 5:8).


La cruz es la mayor prueba de la justicia de Dios

En la cruz el Juez de toda la tierra, «como manifestación de su justicia», no perdonó aun a su propio Hijo (Ro. 3:25; 8:32). En el transcurso de los siglos, pese a mucho juicios individuales y parciales, Dios no había castigado jamás el pecado con juicio final (Hch. 17:30). Tanto es así que, a causa de su paciencia, su santidad aparentemente estaba en tela de juicio por «haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados» (Ro. 3:25). En vista de ello, solamente la muerte expiatoria del Redentor, como acto justificativo de Dios frente a la pasada historia de la humanidad, pudo mostrar la justicia irrefutable del Juez supremo de los hombres. Comprendemos, desde luego, que la paciencia de los tiempos anteriores se fundaba exclusivamente en el hecho futuro de la cruz, de la manera en que todo pecado presente y futuro puede ser expiado por la «justificación» del pecador tan sólo por la mirada retrospectiva de la justicia divina hacia la cruz. Por ende, la paciencia pasada, el juicio presente y la gracia futura hallan todos su punto de convergencia en la cruz (Ro. 3:25, 26; 1 Jn. 1:9; Jn. 12:31).

En el evangelio se revela por primera vez «una justicia de Dios» (Ro. 1:17 VHA) que no es sólo un atributo de Dios, sino también un don que procede de Dios, y que es válido delante de su trono de justicia al ser aceptado en sumisión y fe por el pecador (Ro. 1:17; 2 Co. 3:9; 5:21).


La cruz aumenta maravillosamente las Riquezas de Dios

Los redimidos en el cielo cantan: «Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Ap. 5:9, 10). El cántico expresa maravillosamente el hecho de que los salvos, en su conjunto, son la posesión de Dios, un pueblo adquirido, que es de su propiedad exclusiva (1 Pe. 2:9; Tit. 2:11). Claro está que no queremos decir que esta riqueza adquirida por medio de la cruz signifique un incremento de la gloria esencial de Dios, porque es infinito en todo. Sin embargo, las Escrituras afirman que, al redimir a la Iglesia, Dios ha ganado un instrumento eficaz para la revelación de su gloria, puesto que aun ahora, en este período en que vivimos, la función de la Iglesia no se limita a testificar en la tierra, sino, según Efesios 3:10, 11, existe «para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales». Ante tal pensamiento, ¡que se eleve nuestro espíritu por encima del polvo de nuestra jornada de hoy, hermanos! Por medio nuestro los principados de los lugares celestiales han aprendido hoy algo de la rica diversidad de la sabiduría de nuestro Dios. ¡Que nuestro corazón vuele, pues, por encima de las estrellas para morar al abrigo del trono de Dios el Omnipotente, quien se digna ser nuestro Padre por medio de su Hijo!

EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ PARA CRISTO

Para Cristo y para Dios la cruz es la expresión suprema de la autoridad de Dios

Al iniciar su misión redentora en el mundo el Hijo exclamó: «¡Heme aquí para que haga, oh Dios, tu voluntad!», y la entera sumisión a la voluntad divina le hizo ser «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (He. 10:7; Flp. 2:8; Ro. 5:9). En vista de que el Hijo, igual al Padre en esencia y gloria, se sometiera a la voluntad divina, es evidente que todo otro ser tendrá que rendirse ante la autoridad del trono celestial.


La cruz en grado supremo deleita el corazón de Dios

Debiéramos pensar siempre en primer término en lo que es la cruz para Dios mismo, teniendo en cuenta el simbolismo del holocausto del primer capítulo de Levítico que era «ofrenda encendida, olor suave a Jehová». Fue preciso, ante todo, que Dios quedara satisfecho por medio del gran acto de obediencia de su Hijo, y por eso Pablo, recogiendo el lenguaje levítico, nos declara que Cristo «se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:2).


La cruz es la base de una manifestación especial del amor de Dios para con su Hijo

El amor que une al Padre con el Hijo en el seno de la Deidad ha de ser necesariamente perfecto en su eternidad, pero tal fue el agrado del Padre ante la entrega voluntaria del Hijo, que ésta produjo una manifestación especial de amor y de aprobación: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar» (Jn. 10:17).


Para Cristo personalmente la cruz es el camino a la diestra del trono como el Dios-Hombre triunfador

La posición esencial del Hijo es «en el seno del Padre» (Jn. 1:18), pero habiendo aceptado la misión de redimir al hombre caído y en cumplimiento de ella se encarnó, llegando a ser el «Hijo del hombre»: el campeón de la humanidad que libra la batalla contra Satanás. En la cruz ganó la victoria, derrotando al enemigo por el hecho de anular el pecado y agotar la muerte. Así pudo ascender a la diestra de la Majestad en las alturas (lugar de todo poder ejecutivo) revestido de la doble gloria de su divinidad esencial e inalienable, unida ya con la gloria que adquirió como el hombre vencedor (Jn. 1:18; Flp. 2:6-11; He. 2:9; 8:1).


Por la cruz Cristo se posesionó de su Iglesia redimida

Por haber pasado a través de la muerte, no se halla ya solo como «el grano de trigo», sino acompañado de los suyos, gozándose en el fruto abundante de la cruz en victoriosa glorificación (Jn. 12:24). Sólo así pudo alcanzar el gozo que le fue propuesto y ser hecho perfecto como el autor y consumador de la fe; sólo así pudo ser el «primogénito entre muchos hermanos», la Cabeza de los innumerables miembros del Cuerpo, adquiriendo aquella Iglesia que es «su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (He. 2:10; 12:2; Ro. 8:29; Ef. 1:22, 23).

Ciertamente Cristo, como persona divina, no pudo ganar nada por medio de la cruz, ya que su gloria eterna era infinita. El hombre glorificado a la diestra del Padre no posee más divinidad ahora de la que era suya en la eternidad, antes de encarnarse, sino que pide al Padre la renovada manifestación de la misma gloria: «Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese» (Jn. 17:5). En cambio, como Redentor y el «postrer Adán», Cristo ha ganado una nueva exaltación, teniendo ya un nombre que es sobre todo nombre, en el cual se doblará «toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra» (Ro. 5:12-21; 1 Co. 15:45; Flp. 2:9, 10).


La cruz, para nosotros personalmente, es la expresión más sublime del amor de Dios

Pablo se deleita en contemplar este amor revelado en la cruz: «Del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí»… «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Gá. 2:20; Ef. 5:25). Cristo ha hecho que su muerte agonizante en la cruz sea la bendita fuente de nuestra vida. ¡He aquí la respuesta de su amor redentor a nuestra rebeldía y odio! Por tal medio, la victoria aparente de Satanás se convirtió en una derrota tremenda y decisiva, a la vez que la aparente derrota de Cristo llegó a ser su victoria suprema, manifestación de su poder infinito (cp. Jn. 4:9, 10; Ro. 5:6-8).


EL SIGNIFICADO DE LA CRUZ PARA NOSOTROS


El aspecto individual

Para el cristiano, como individuo, la cruz encierra un doble significado: por una parte, es la base de su justificación, por la que se arregla su vida pasada frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación, por la que se gobierna su vida presente según la voluntad de Dios.


La base de la justificación

Preciso era que nuestros pecados fuesen cargados sobre el Fiador, quien debió llevarlos como sustituto en lugar de otros, a fin de que éstos, habiendo muerto al pecado, viviesen luego a la justicia (Is. 53:6; 1 Pe. 2:24; He. 9:28; 2 Co. 5:21). De la forma en que la ruina del hombre se produjo por un solo acontecimiento histórico —el de la Caída—, así también tuvo que ser levantado de su postración por el Fiador mediante un solo suceso: el acto de justicia del Gólgota (cp. Gn. 3 con Ro. 5:18). En Romanos 5:18 Pablo emplea la voz griega dikaioma que indica un hecho justo, y no la palabra más corriente dikaiosune que significa la calidad de la justicia o de la rectitud.

La naturaleza esencial del pecado es la rebeldía, que conduce indefectiblemente a la separación de la criatura del Creador como fuente de vida y, por consiguiente, resulta en la muerte del pecador. Obviamente, la expiación ha de corresponder a la naturaleza del pecado y, por lo tanto, el Redentor debió sufrir la sentencia de la muerte para poder efectuar la restauración de la vida. He aquí el significado de la declaración: «Sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (He. 9:22). Solamente por medio de tal muerte pudo el Redentor anular el poder de quien tenía el imperio de la muerte, es a saber, el diablo (He. 2:14). En la sabiduría eterna de Dios hubo esta necesidad: que la misma muerte, el gran enemigo de los hombres, llegase a ser el instrumento de su salvación, y que aquello que era tanto el resultado como el castigo del pecado se convirtiera en camino para redimir al hombre de su pecado (1 Co. 15:56; Ef. 2:16).

Pero se desprende de todo ello que la muerte de Cristo es «la muerte de la muerte», según la figura de la serpiente de metal en el desierto, ilustrándose el mismo hecho por la manera en que David mató a Goliat con la misma espada del gigante (Nm. 21:6, 8; cp. Jn. 3:14; 1 Sa. 17:51; He. 2:14).

He aquí la lógica de la salvación, que se arraiga profundamente en el plan divino de la redención, siendo irrecusable y demoledora frente a todos los orgullosos ataques de la incredulidad. La «teología de la sangre» —según la despectiva frase de los enemigos de la cruz— que tiene a Cristo crucificado como su centro, permanece inconmovible como nuestra roca de salvación (He. 9:22; 1 Co. 2:2; Gá. 3:1). Para muchos, ciertamente, es piedra de tropiezo, roca de escándalo y señal que será contradicha, pero para lo redimidos es «la piedra viva, elegida, preciosa», el fundamento inamovible de su fe (1 Pe. 2:4, 6, 8; Is. 28:16; Sa. 118:22). Esta piedra está puesta «para caída y levantamiento de muchos», o según la figura de Pablo en 2 Corintios 2:15, 16, es «olor de muerte para muerte» en el caso de algunos, pero «de vida para vida» tratándose de otros. Para los judíos es tropezadero y para los griegos locura, pero no por eso deja de ser «potencia de Dios y sabiduría de Dios» (Lc. 2:34; 2 Co. 2:15, 16; 1 Co. 1:18, 23, 24).


La cruz es la base de la santificación para los salvos

Cristo el Señor murió en la cruz para que nosotros fuésemos salvados de la cruz. Esta afirmación subraya la parte negativa y judicial de su muerte, o sea la liberación que fue provista por el Gólgota. Desde otro punto de vista, Cristo murió en la cruz con el fin de que fuésemos asociados con Él allí, lo que nos incluye en el significado de su muerte a los efectos morales de una vida santa, y eso señala la obligación del Gólgota. Nosotros somos «plantados juntamente» con el Crucificado, siendo vinculados orgánicamente a la «semejanza de su muerte» (Ro. 6:5). Todo eso es otra manera de expresar las enseñanzas del Maestro en los evangelios: que somos discípulos que llevamos su cruz en pos de Él o, según otra figura, somos granos de trigo a semejanza de Cristo mismo, sabiendo que no llegamos a vivir espiritualmente sino a través de la muerte (Mt. 10:38; Jn. 12:24, 25). Así somos llamados a participar en lo que era la fundación de nuestra redención, o sea, de la muerte, que no por ser tenebrosa deja de ser preciosa.

Según Gálatas 2:20 hemos sido «crucificados con Cristo» y por eso:

  • El mundo alrededor está muerto por medio del Crucificado, pues por la cruz el mundo está crucificado a nosotros, y nosotros a Él (Gá. 6:14).
  • El mundo dentro de nosotros, es decir, nuestra carne, ha sido crucificada igualmente en la cruz, según la afirmación de Pablo: «sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con él… a fin de que no sirvamos más al pecado» (Ro. 6:6, 11).
  • El mundo debajo de nosotros ha sufrido una derrota total por medio de la cruz, de forma que Pablo pudo declarar que Cristo, «despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:15, cp. Gn. 3:15).
  • El mundo encima de nosotros se ha convertido en una esfera de gracia y de bendición, ya que ha sido abolida la maldición de la ley, siendo clavada en la cruz, de modo que el creyente puede exclamar: «Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios» (Gá. 2:19).

El pecador vivía bajo la amenaza de la ley, pero ahora Cristo ha cumplido su fatídica sentencia en su lugar, muriendo por medio de la ley (Gá. 4:4; 3:10). Por este cumplimiento total de la sentencia de la ley, ésta ya no puede levantar acusación alguna contra Él, como representante de la raza, a la manera en que el hombre ajusticiado pierde toda relación con la autoridad que le condenó a la muerte. Cristo, pues, está muerto a la ley. Ahora bien, el creyente en Cristo tiene su parte en la misma experiencia de Cristo por el hecho de su identificación con Él —resultado de la fe verdadera— y por ende, él también ha muerto a la ley y vive ya en la libertad de su unión vital con Aquel que fue levantado de entre los muertos (Ro. 7:4).


El aspecto colectivo

Por medio de la cruz se abre ante la humanidad un régimen nuevo en el que vemos:

  • La anulación del poder de la ley, que crea una nueva situación interna.
  • La admisión de todas las naciones a la esfera de la salvación que ha creado una nueva situación externa.
  • El triunfo universal del Crucificado que ha creado una nueva situación universal.


La anulación del poder de la ley

En la vida interior del creyente la cruz significa el cumplimiento y la abolición de todos los sacrificios levíticos y, por lo tanto, la abolición de la ley levítica en general, porque los sacrificios eran la base de la función sacerdotal, de la forma en que esta lo era de la ley misma (He. 10:10, 14; 7:11, 18). Así por la cruz, Cristo llegó a ser fin de la ley, como también Fiador de un pacto nuevo y mejor por medio del cual los llamados «reciben promesa de la herencia eterna» (Ro. 10:4; Mt. 26:28; cp. He. 7:22; He. 9:15-17), pero siendo disuelto el sacerdocio levítico, ha pasado también el primer tabernáculo, se ha rasgado el velo del templo, el camino al lugar santísimo está expedito y todo el pueblo de Dios se ha transformado en un reino de sacerdotes espirituales (He. 9:8; Mt. 27:51; He. 10:19-22; 1 Pe. 2:9; Ap. 1:6).

Lo antedicho no obsta a que la ley siga cumpliendo su función de dar el conocimiento del pecado a los hombres, siendo buena en sí, y necesario freno en un mundo de impíos (1 Ti. 1:8-11; Ro. 3:20; 7:12).


La admisión de todas las naciones en la esfera de la salvación

No sólo ha perdido la ley su poder interior, en la vida de los creyentes, sino que ha cesado de ser barrera entre Israel y las naciones. Hasta el momento de cumplirse la obra de la cruz, la ley —que actuaba de ayo para conducir a Israel a Cristo (Gá. 3: 24)— constituía una valla que separaba al pueblo hebreo de los demás pueblos del mundo (Ef. 2:14). Por eso las naciones se hallan sin ley y extranjeras a los pactos de la promesa, lo que producía una tensión entre ambas partes: una especie de enemistad en los anales de la salvación que impedía que aquellos «de lejos» se acercasen a los otros «de cerca». Pero ahora Cristo, que es nuestra paz, por el cumplimiento de la ley en la cruz, ha derribado la «pared intermedia de separación, reconciliando a ambos pueblos, no sólo entre sí, sino también con Dios, formando las dos partes un solo cuerpo, que es su Iglesia» (Ro. 2:12; Ef. 2:11-22).

Vemos que el cumplimiento de la ley por la muerte de Cristo ha roto el cerco de la ley mosaica (cp. Gn. 12:3; cp. Gá. 3:13, 14), ensanchando así la esfera de la salvación, que no se limita ya a las fronteras de Israel sino que abarca todos los pueblos del mundo. El camino de la cruz fue en extremo angosto y angustioso, pero conduce a una esfera sumamente amplia, que incluye a toda alma sumisa, y así pasamos de la estrechez del período de la preparación hasta la universalidad del cumplimiento del plan de salvación: «Y yo —dice Cristo— si soy exaltado de dentro de la tierra, a todos traeré a mí mismo» (Lc. 12:50; Jn. 11:52; 12:32, trad. lit.).


El triunfo universal del Crucificado

La declaración del Señor en Juan 12:31 es de gran importancia y debiera leerse como en la Versión Hispano-Americana: «Ahora hay un juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo». Cristo profirió estas palabras en la sombra de la cruz, cuando pronto había de consumarse el triunfo de Aquel que murió: el triunfo que había de despojar de sus armas a los principados de las tinieblas y destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte. Fue en vista del «juicio de este mundo» y la derrota del «príncipe» que Cristo pudo dar su grito triunfal al expirar: «¡Consumado es!» (Jn. 12:31, 32; Col. 2:14, 15; He. 2:14; Jn. 19:30).

En cuando a la derrota de Satanás vemos:

  • La potencia para ella brota de la obra de la cruz (Jn. 12:31).
  • Su realización y manifestación necesitarán un proceso gradual por el que el «hombre más fuerte» atará «al fuerte» (Mt. 12:29).
  • Su consumación será absoluta y final (Ap. 20:10).

Es importante notar que la Escritura emplea el verbo «levantar» (hupsoo) en sentido doble cuando se refiere a la obra de la cruz, pues abarca no sólo el levantamiento en la cruz para morir, sino también el ser exaltado hasta la diestra de la Majestad de las Alturas, estando íntimamente relacionados estos dos aspectos. El Crucificado es también el Coronado, y es necesario que sea echado fuera el príncipe usurpador y antiguo de este mundo para que tome posesión de sus dominios el nuevo monarca legítimo. Los dos aspectos se pueden estudiar en los siguientes pasajes: Juan 3:14; 8:28; 12:32; Filipenses 2:8-11, y Hebreos 2:9.

No debe extrañarnos, pues, que la tierra temblara cuando el Señor murió o que el sol rehusara dar su luz (Mt. 27:52; Lc. 23:44-45), porque en la cruz de Cristo Dios pronunció su ¡No! frente a toda manifestación del pecado (Jn. 12:31). De igual forma, la tierra será conmovida en el día cuando sea juzgada. Al mismo tiempo, se cubrirá de vergüenza el sol, la luna no dará su luz y palidecerán las estrellas, y los cielos y la tierra huirán de la presencia de Aquel que se sentará sobre el gran trono blanco (Hg. 2:6; He. 12:26, 27; Is. 24:23; Ap. 20:11).

Pero entonces, por la transmutación de los elementos del antiguo mundo material —«siendo abrasados», como dice el apóstol Pedro— surgirá un mundo nuevo y glorioso. Al final de los tiempos, pues, el mundo también experimentará su «muerte» para pasar inmediatamente a su «resurrección» sobre la base de la muerte y la resurrección de Cristo, y así amanecerá su «mañana de Pascua» por el poder transformador de Dios. He aquí el significado profético del oscurecimiento del sol y del estremecimiento de la tierra en el momento de la muerte del Redentor.

Cristo, el grano de trigo (Juan 12:20-33)

Mucho de lo que antecede se resume en la figura de Cristo como «el grano de trigo que cae en tierra y muere».

  • Fue «echado en tierra» gracias a su amor de Redentor en el primer Viernes Santo.
  • Su tallo abrió paso por la tierra en el Domingo de la Pascua, orientándose hacia el cielo.
  • Su tallo dorado penetró los cielos en el día de la Ascensión.
  • Su espiga se llenó de multitud de granos en la era indicada por el día de Pentecostés.

La cruz desde la eternidad hasta la eternidad

  • La cruz en la eternidad. La cruz es un pensamiento eterno de Dios, pusto que el Cordero fue «conocido ya, de cierto, antes de la fundación del mundo» (1 Pe. 1:20).
  • La cruz en el pasado. Es el hecho histórico llevado a cabo en la consumación de los siglos y asociado con los nombres de Getsemaní, Gabatha y Gólgota (He. 9:26).
  • La cruz en el presente. «Cristo crucificado» es el tema único y fundamental de la predicación del evangelio, como también norma para la vida del creyente «muerto con Cristo» y que desea vivir «semejante a él en su muerte» (1 Co. 2:2; Gá. 2:20; 6:14; Flp. 3:10).
  • La cruz en el porvenir. Será el Salvador que murió en la cruz coronado de espinas —colocando así la piedra fundamental de su propio reino— quien gobernará gloriosamente como Rey en el reino mesiánico visible (Flp. 2:8-11).
  • La cruz en la gloria del cielo. El hecho de la cruz será el tema de las alabanzas de los redimidos, y «en medio del trono» se verá un «Cordero como inmolado». Los apóstoles del Cordero tendrán su parte en el fundamento de la ciudad eterna (Ap. 5:6-10; 21:1

UN SALVADOR SIEMPRE PRESENTE
Cuando un joven escocés llamado Pedro Marshall se encontraba perdido en una ciénaga, cerca de Bamburg, en una noche muy oscura, Dios lo llamó por su nombre; "¡Pedro!" Cuando la voz celestial lo llamó de nuevo, Pedro se detuvo en su camino, miró hacia abajo, y descubrió que estaba a un paso de resbalarse en una cantera de piedra caliza abandonada.
¿No sería maravilloso que cada uno de nosotros pudiera escuchar a Dios llamarnos por nuestro nombre? ¿No sería magnífico si él fuera ese amigo íntimo con el que pudiéramos sentarnos en nuestra casa y tener una larga charla acerca de nuestros problemas y aspiraciones?

1. ACCESO ILIMITADO A JESÚS

Aunque no lo crea, podemos acercarnos más a Jesús que si él estuviera viviendo con nosotros en forma visible. Tener personalmente a Cristo en nuestra ciudad sería maravilloso, por supuesto, pero piense en las grandes multitudes que se apretujarían para verlo de cerca. Piense lo ocupado que estaría. Nos sentiríamos muy afortunados si pudiéramos tener unos minutos de conversación con él en toda su vida.
Pero Cristo desea cultivar una relación personal con cada uno de nosotros. Esa es la razón por la que dejó esta tierra para ministrar en forma especial desde el cielo. Allí Jesús no está limitado a un solo lugar como cuando vivía en la tierra. A través del Espíritu Santo, él está muy cerca de cada persona que se lo pida, para guiarla en forma individual.
¿Qué animadora promesa le hizo Jesús a sus seguidores poco antes de ascender al cielo?
"YO ESTOY CON VOSOTROS TODOS LOS DÍAS, hasta el fin del mundo?" -- S. Mateo 28:20. (A menos que se indique algo diferente, los textos bíblicos en esta Guía de Estudio son de la versión Reina-Valera revisada en 1960).
¿Qué hace Jesús en el cielo que posibilita que "esté siempre con nosotros"?
"Por tanto, TENIENDO UN GRAN SUMO SACERDOTE que traspasó los cielos, JESÚS EL HIJO DE DIOS, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro". -- Hebreos 4:14-16.
Jesús es nuestro representante en el cielo porque "tentado en todo según nuestra semejanza", puede compadecerse "de nuestras debilidades" y nos da su gracia y "oportuno socorro". Con Jesús como sumo sacerdote ya no existe la distancia con el cielo.
¿Qué lugar ocupa Jesús en el cielo?
"Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado A LA DIESTRA DE DIOS". -- Hebreos 10:12.
El Cristo que nos comprende es nuestro representante personal ante el trono, "a la diestra de Dios".
¿Cómo se preparó Jesús para ser nuestro sacerdote?
"Por lo cual debía ser en todo semejante a sus HERMANOS, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, ES PODEROSO PARA SOCORRER a los que son tentados". -- Hebreos 2:17-18.
Nuestro "hermano", que fue "tentado" como nosotros, es ahora nuestro Sumo Sacerdote, a la diestra del Padre. "En todo semejante", sufrió la angustia del hambre, la sed, la tentación. Él también sintió la necesidad de simpatía y comprensión.
Pero por sobre todo, Jesús está calificado para ser nuestro Sumo Sacerdote porque él murió en "para expiar" nuestros pecados. Pagó el precio de nuestros pecados muriendo en nuestro lugar. Este es el evangelio, las Buenas Nuevas, para que todos los seres humanos en dondequiera y para siempre.
Uno de nuestros pastores nos contó esta experiencia: "Cuando nuestra hija menor tenía tres años, no de sus dedos quedó atrapado en una silla plegable y se le astilló el hueso. Cuando la llevábamos al doctor, sus gritos de dolor desgarraban nuestro corazón. Pero en forma especial nos conmovió lo que dijo nuestra hijita de cinco años. Nunca olvidaré sus palabras después que el doctor atendió a su hermanita. Sollozando, dijo: '¡Oh, papá, hubiera deseado que fuera mi dedo'!"
Cuando la humanidad fue aplastada por el pecado y condenada a morir eternamente, Jesús dijo: "¡Padre, cuánto deseo que me hubiera sucedido a mí!" Y el Padre complació su deseo, con la muerte en la cruz. Nuestro Salvador experimentó toda la agonía y todo el tormento que cualquiera de nosotros hubiera podido sufrir, y mucho más.
2. EL EVANGELIO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Cuando el pueblo de Israel acampó al pie del Monte Sinaí, Dios instruyó a Moisés para que construyera un santuario portátil para que le adoraran, "conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte" (Éxodo 25:40). Casi quinientos años después, el gran templo de piedra del rey Salomón reemplazó al santuario portátil. Ese templo fue construido con la misma distribución del santuario de Moisés.
¿Qué propósito tenía Dios en mente cuando dio a Moisés las instrucciones para construir el santuario?
"Y harán un santuario para mí, y HABITARÉ EN MEDIO DE ELLOS". -- Éxodo 25:8.
El pecado causó una trágica separación entre los seres humanos y su Creador. El santuario fue la forma en que Dios mostró cómo él podía vivir de nuevo entre sus criaturas. Ilustraba su plan de salvación.
El santuario, y más tarde el templo, llegaron a ser el centro de la vida religiosa y la adoración en los tiempos del Antiguo Testamento. Cada mañana y cada tarde el pueblo de Israel se reunía alrededor del santuario y establecía contacto con Dios por medio de la oración (S. Lucas 1:9, 10), reclamando la promesa divina: "donde me encontraré contigo" (Éxodo 30:6).
El Antiguo Testamento enseña el mismo evangelio de salvación que el Nuevo Testamento. Ambos señalan a Jesús muriendo por nosotros y ministrando como Sumo Sacerdote en el santuario celestial.
3. EL MINISTERIO DE JESÚS POR NOSOTROS REVELADO EN EL SANTUARIO
El santuario y sus servicios revelan lo que Jesús está haciendo ahora por nosotros en el santuario celestial. Los capítulos 25 al 40 de Éxodo describen los servicios y ceremonias del santuario del desierto con todo detalle. Un breve resumen de su mobiliario aparece en el Nuevo Testamento, con las siguientes palabras:
"Ahora bien, aun el primer pacto tenía ordenanzas de culto y un santuario terrenal. Porque el tabernáculo estaba dispuesto así: en la primera parte, llamada Lugar Santo, estaban el candelabro, la mesa y los panes de la proposición. Tras el segundo velo estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo, el cual tenía un incensario de oro y el arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto; y sobre ella los querubines de gloria que cubrían el propiciatorio". -- Hebreos 9:1-5.
El santuario tenía dos compartimentos: el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. Frente al santuario había un atrio, o patio, donde estaba el altar de bronce sobre el cual los sacerdotes ofrecían los sacrificios. También había una fuente en la que se lavaban.
Los sacrificios que se ofrecían en el altar de bronce simbolizaban a Jesús, "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (S. Juan 1:29). Cuando el pecador arrepentido se acercaba al altar con su sacrificio y confesaba sus pecados, era limpiado. De la misma manera, el pecador de hoy, obtiene perdón y limpieza por medio de la sangre de Jesús (1. S. Juan 1:9).
En el primer compartimento, o Lugar Santo, ardía continuamente el candelabro de siete lámparas, que representaba a Jesús, la continua "luz del mundo" (S. Juan 8:12). La mesa del pan consagrado simbolizaba que él satisface nuestra hambre física y espiritual como "el pan de vida" (S. Juan 6:35). El altar de oro del incienso representaba las oraciones de intercesión de Jesús por nosotros en la presencia de Dios (Apocalipsis 8:3-4).
El segundo compartimento, o Lugar Santísimo, contenía el arca de oro del pacto, que simbolizaba el trono de Dios; su cubierta de expiación, o trono de misericordia, representaba la intercesión de Cristo, nuestro sumo Sacerdote, en favor de los seres humanos pecadores que habían quebrantado la ley de Dios. Las dos tablas de piedra en las cuales Dios escribió con su dedo los Diez Mandamientos, eran guardadas dentro del arca. Los querubines de oro estaban uno a cada lado de la cubierta del arca. Una luz gloriosa brillaba entre estos dos querubines, símbolo de la presencia de Dios.
Una cortina ocultaba el Lugar Santo de las miradas del pueblo cuando los sacerdotes ministraban para ellos en el atrio. Una segunda cortina que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, ocultaba este lugar de la mirada de los sacerdotes que entraban a ministrar diariamente en el primer compartimento.
Cuando Jesús murió, ¿qué sucedió con esta cortina?
"Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo" -- S. Mateo 27:51.
Cuando Cristo murió el Lugar Santísimo quedó expuesto, simbolizando que después de su muerte no hay ningún impedimento entre el Dios santo y el pecador sincero. Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, nos introduce a la misma presencia de su Padre (Hebreos 10:19-22). Tenemos acceso al recinto del trono celestial porque nuestro Salvador está a la diestra de Dios. Jesús nos invita y nos capacita para llegar al corazón de amor del Padre.

4. UNA REVELACIÓN DEL CRISTO QUE MURIÓ PARA SALVARNOS

Así como el santuario terrenal simbolizaba al santuario celestial, también los servicios que se realizaban allí son "una figura y sombra de las cosas celestiales" (Hebreos 8:5). Pero hay una sorprendente diferencia: los sacerdotes que servían en el santuario terrenal no podían perdonar pecados, pero en la cruz Jesús "se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado" (Hebreos 9:26).
El libro de Levítico, en el Antiguo Testamento, describe en detalle los servicios del santuario. Las ceremonias rituales se dividían en dos partes: los servicios diarios y los servicios anuales.
En los servicios diarios, los sacerdotes ofrecían sacrificios por los individuos y por toda la congregación. Cuando alguien pecaba, traía un animal perfecto como ofrenda por el pecado, ponía "su mano sobre la cabeza de la ofrenda de la expiación", y la degollaba "en el lugar del holocausto" (Levítico 4:29). La culpabilidad del pecador era transferida al animal inocente, poniendo las manos sobre él y confesando el pecado. El animal era sacrificado y su sangre derramada, porque señalaba el sacrificio supremo que Cristo haría sobre la cruz, donde tomaría nuestra culpabilidad. El perfecto y sin pecado, se haría "pecado por nosotros" (2 Corintios 5:21).
5. ¿POR QUÉ LA SANGRE?
"Porque sin derramamiento de sangre no se hace remisión" (Hebreos 9:22). Lo que sucedía en el santuario del Antiguo Testamento señalaba al supremo acto salvador de Cristo. Habiendo muerto por nuestros pecados, él "entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención" para nosotros (vers. 12). Cuando Jesús derramó su sangre en la cruz por nuestros pecados, "el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo" (S. Mateo 27:51). Consumado el sacrificio de Cristo en la cruz, los sacrificios de animales ya no eran necesarios.
Cuando Jesús vertió su sangre en la cruz, él estaba ofreciendo su perfecta obediente vida como un substituto por nuestros pecados. Cuando el Padre y el Hijo fueron separados en el Calvario, el Padre apartó su rostro en angustia y el Hijo murió con el corazón quebrantado. Dios el Hijo entró en la historia para llevar sobre sí mismo las consecuencias del pecado y demostrar cuán trágica la iniquidad realmente es. Él pudo entonces perdonar a los pecadores sin quitarle importancia al pecado.
6. UNA REVELACIÓN DE JESÚS: VIVE PARA SALVARNOS
¿Cuál es la obra diaria de Jesús en el santuario celestial?
"Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acerca a Dios, VIVIENDO SIEMPRE PARA INTERCEDER por ellos". -- Hebreos 7:25.
Jesús ahora presenta su sangre, su sacrificio, en favor nuestro. Trabaja diligentemente para salvar a cada ser humano de la tragedia del pecado. Algunos creen erróneamente que, como nuestro Intercesor, Jesús implora a un Dios renuente que nos perdone. Pero lo cierto es que el Padre acepta gozosamente el sacrificio de su Hijo en nuestro favor. Ambos trabajan juntos para que haya una reconciliación.
Como nuestro Sumo Sacerdote en el cielo, Cristo también aboga por la humanidad. Él obra para ayudar al indiferente a pensar de nuevo en la gracia y a los pecadores desesperados a descubrir esperanza en el evangelio, e impulsa a los creyentes a encontrar más riquezas en la Palabra de Dios y más poder en la oración. Jesús está moldeando nuestras vidas en armonía con los mandamientos de Dios, ayudándonos a desarrollar caracteres que permanezcan firmes en el tiempo de la prueba.
Jesús dio su vida por cada persona que haya vivido alguna vez en este mundo. Y ahora, como Sumo Sacerdote, o Mediador, apela al ser humano a aceptar su muerte por sus pecados. Aunque reconcilió al mundo caído por medio de la cruz, no nos puede salvar a menos que aceptemos su gracia. No nos perderemos porque somos pecadores, sino porque rehusemos aceptar el perdón que Cristo ofrece.
El pecado destruyó la relación íntima que Adán y Eva disfrutaron una vez con Dios, pero Jesús, como el Cordero de Dios, murió para libertar a la humanidad del pecado y restaurar la amistad perdida. ¿Ha descubierto usted como su Sumo Sacerdote a Aquel que vive para siempre para que esa relación sea estrecha y vibrante?
La muerte expiatoria de Cristo es única. Su ministerio celestial: incomparable. Solamente él hace posible que el Espíritu divino viva en nuestros corazones. Hizo todo por nosotros y merece que nosotros hagamos un compromiso con él. Aceptemos a Jesús completamente como el Salvador y Señor de nuestra vida.j esu
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